A todo amante de la verdad le gusta oír hablar a un buen predicador, a uno fiel y valiente que no tema decir toda la verdad. Estos no abundan en nuestros días, pero hay un predicador que sigue proclamando día tras día, año tras año, con la misma fidelidad de siempre. El no se deja influenciar por las opiniones de nadie, ni se adapta a los tiempos cambiantes.
Ha predicado ya por mucho tiempo, y en realidad es el expositor más viejo del mundo, pero no ha disminuido la fuerza de sus pláticas. Lo que dice es convincente, y nadie se atreve a contradecirle. Con todo, no es popular, aunque tiene por parroquia al mundo entero. Visita al rico y la pobre, todos le escuchan con respeto.
Es elocuente. Mueve y despierta los sentimientos y emociones más hondas, como nadie ha podido hacerlo. Hace brotar lágrimas de ojos poco acostumbrados a llorar.
Dirige la palabra al entendimiento, a la conciencia y al corazón de sus oyentes. Nadie ha podido refutar sus argumentos, ni hay corazón que haya quedado del todo insensible ante la fuerza de sus mensajes. El predica a la gente de toda religión, y a la que no profesa ninguna. Es aborrecido de la mayoría, pero se hace oír de todos.