El joven alemán se detuvo ante la puerta del antiguo monasterio de La Trapa, en Sicilia, tomando en su mano la pesada argolla del llamador para anunciar su presencia. Los golpes resonaban por los fríos pasillos atrayendo a un monje viejo que apenas podía movilizarse. “¿Qué desea Ud.?” le preguntó al joven; y éste respondió: “Yo quiero ser salvo.” El anciano le miró bondadosamente, y luego le condujo a una pieza chica cerca de la entrada donde podían conversar confidencialmente. Entonces le preguntó nuevamente: “¿Qué es lo que Ud. necesita? Cuénteme su historia.”
Comenzó entonces el alemán a contarle la historia de su vida. Había sido criado católico, pero en realidad no tenía ninguna fe o convicción religiosa, y se había entregado a una vida de placeres y pecados. Llegó a ser tan notoriamente malo que aún sus compañeros se horrorizaban de las cosas que hacía. Pero esta clase de vida no le proporcionaba ninguna satisfacción, y se detuvo un día a reflexionar en cual pudiese ser el fin de su carrera de maldad y disolución. Comenzó entonces a preguntarse si acaso podía ser cierto aquello que decían algunos acerca de un futuro juicio y un “lago de fuego” que sería el destino de los pecadores impenitentes. Y mientras más pensaba en el asunto, más se convencía de que todo aquello tenía que ser demasiado cierto. Un Dios justo y santo no podía tolerar el pecado y la rebeldía en ninguna parte de su universo.
Tan fuerte llegó a ser esta convicción en la mente del joven, que abandonó su vida de extrema pecaminosidad, y comenzó a pensar en la posibilidad de obtener el perdón de Dios y la salvación de su alma. Pero no podía escapar del pensamiento de que sus pecados anteriores habían sido tan grandes y numerosos, que él, más que nadie, merecía el infierno, y que su solo arrepentimiento no le procuraba el perdón.
Algo le habían enseñado en su niñez acerca de un purgatorio, donde, según se decía, las almas podían ser purificadas mediante un largo proceso de sufrimiento; y le vino el pensamiento que tal vez, si hiciera una penitencia muy severa durante el resto de su vida, podría escapar del castigo eterno y tener, en cambio, la oportunidad de pasar unos miles de años en dicho purgatorio, para así expiar su maldad.
Pero ¿dónde, y cómo podría hacer esa penitencia para ganar el favor de Dios? El había oído del monasterio trapense allí en Sicilia, donde la disciplina era mucho más rigurosa que cualquier otra parte, y los monjes se sometían a toda clase de privaciones y trabajos duros con el pensamiento de así ganar la salvación; y tomó luego la determinación de ir allí y solicitar que le recibiesen en dicha institución. Caminó a pie muchos cientos de kilómetros, y finalmente llegó a su destino.
Tal fue el relato que vertió en oídos del viejo monje que hacía las veces de portero del convento. Y ahora el joven decía: “Si me dejan entrar aquí, yo me someteré gustoso a todo lo que me manden; y mientras más severa sea la penitencia, más me agradará, porque quiero salvar mi alma.”
El anciano le oyó con gran simpatía, y entonces le dio una respuesta sorprendente. “Escuche bien”, le dijo. “Todo esto que Ud. quiere hacer para salvar su alma está hecho ya. Otro ha venido antes de Ud., y lo ha hecho todo a favor suyo. Ya no queda nada que Ud. pueda hacer.” Maravillado, el joven respondió: “Pero, ¿cómo ... ? ¿Quién es él que ha hecho tal cosa?” Y con voz suave y tierna, el anciano le preguntó: “¿No ha oído nunca Ud. del Señor Jesús, el Salvador de los pecadores? ¿no sabe que Él vino del cielo para hacer precisamente la obra que Ud. quiere hacer? El vino para llevar en su cuerpo todo el castigo que Ud. ha merecido, y su obra está ya terminada. Cuando él pendía de la cruz, y antes de encomendar su espíritu a Dios, clamó a gran voz y dijo, “Consumado está”; de manera que ya nada queda por hacer.”
“¿Qué era lo que dijo estar terminado, o consumado?” preguntó el joven. Y el anciano siguió explicando: “Precisamente la obra a que Ud. piensa dar comienzo? la obra de expiar o purificar los pecados. Ud. dice que ha pecado mucho, pero sí quiere agregar otro pecado mayor a los ya cometidos, quédase aquí y muestre su desprecio de la obra bendita y perfecta del Hijo de Dios, procurando hacer lo que nadie sino Él ha sido capaz de hacer, la obra que él dijo estar completamente terminada. Pero, si quiere ser salvo, abandone la idea de hacer Ud. mismo la obra de expiar sus pecados, y confíe de corazón en la obra realizada por su divino Sustituto, la única obra que Dios puede aceptar.”
El joven escuchó y aceptó ávidamente el bendito mensaje del evangelio, y la paz de Dios inundó su alma. Se quedó solamente tres días en aquel lugar, para recibir más amplias instrucciones del anciano monje, instrucciones basadas en las Santas Escrituras que él solo había llegado a conocer en los últimos años de su vida. Era él ya demasiado viejo para salir al mundo con las buenas nuevas, pero rogó al joven que volviese a su tierra y a sus amigos para contarles lo que el Señor había hecho para su alma. Gustosamente lo hizo el recién convertido, dedicando su vida a la grata tarea de anunciar el mensaje de salvación a todos los que quisiesen escucharlo.
Amigo lector: para algo Dios ha permitido que estas palabras pudiesen ser leídas por Ud. No necesitas, como aquel joven alemán, atravesar tierra y mar para aprender el camino de salvación. Haz caso de este mensaje, y tendrás la misma bienaventuranza que conocen todos los que confían en a obra terminada de Jesús.
Dice la Santa Escritura: “La sangre de Jesucristo...nos limpia de todo pecado.” 1 Juan 1:7 Y otra vez Hebreos 2:3. “¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? ”
Dice la Santa Escritura: “La sangre de Jesucristo...nos limpia de todo pecado.” 1 Juan 1:7 Y otra vez Hebreos 2:3. “¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? ”